Todo ese año estuve planeando el viaje.
No tenía que recorrer muchos kilómetros . Tampoco significaba un gran costo
económico. Sólo tenía que tener en cuenta la forma en que me iba a presentar.
Averigüé para viajar en buque, en lancha, y hasta pensé en ir en micro por el
pase fronterizo de Entre Ríos, pero esa posibilidad la descarté por el corte
del paso en modo de protesta por la instalación de las papeleras en Fray
Bentos. Al fin, un amigo me convenció contándome de las ventajas que presentaba
viajar en Buquebus. Recuerdo que en diciembre reservé un pasaje directo a
Montevideo para febrero. Desde octubre empecé a investigar acerca de los
carnets de periodistas, sus credenciales.
Me encontré con un muchacho que
trabajaba en una radio no muy conocida y me facilitó credencial para disipar
mis dudas. Le agradecí y le dije que debía una. Me sonrió y me contestó que no
era para tanto.
A los pocos días fui a visitar a un
amigo que sabía mucho de tecnología. Le pedí que me hiciera un carnet igual al
que me habían prestado. Sólo faltó ponerle la foto mía porque no tenía un
scanner en aquel lugar. Me mandó a un local que no estaba muy lejos y me dijo
que vaya de parte suya. En ese lugar pusieron mi foto con el sistema de
escaneo.
Para noviembre ya tenía mi credencial de
periodista, falsa, por supuesto. Desde diciembre hasta enero me pase haciendo
simulacros de entrevista, anotando las preguntas que haría. Hice como cuarenta
entrevistas posibles, pero ninguna me convenció del todo.
Cuando llegó el mes de febrero tenía
unos nervios que me sobrepasaban. Llevé un bolso no muy grande, dos pantalones,
tres remeras y varios slips. Cuando llegué a Montevideo me di cuenta que no
había reservado habitación en ningún hotel. Caminé mucho y averigüé en varios
lugares, pero no había nada disponible. En una esquina vi a una mujer que estaba
regando su vereda. Le pedí que me convidara agua. Yo estaba con una sed casi
insoportable. Me dio un vaso con agua fría. Tomé y le comenté lo que estaba
haciendo por allí; que andaba buscando un lugar para pasar unos días. La señora
me ofreció una habitación que tenía vacía porque su hijo se había ido de
vacaciones a Brasil. Acepté y le agradecí. Esa noche cené con la señora y con
su marido, un hombre de muy pocas palabras.
Al otro día me levanté temprano y la
pareja estaba tomando mate amargo con galletas en el patio de la casa. Les
pregunté si conocían a la persona que yo andaba buscando. El hombre me
respondió con un no rotundo, pero la mujer me dijo que preguntara en una
biblioteca que estaba a pocas cuadras de allí. Agarré una lapicera, mi cuaderno
espiral y salí. Caminé por varios minutos hasta llegar a la biblioteca. Iba
mirando las fachadas de las casas viejas. Cuando llegué me atendió una muchacha
muy bonita. De atrás del mostrador me dio la dirección de la casa del escritor.
No me aseguró que se encontrara allí cuando yo llegara. Me recomendó que tomara
un taxi, que era la forma más fácil de llegar. Me despedí, salí a la calle y
tomé el segundo auto que pasó. Le dije a la dirección al taxista y me preguntó:
“¿Va a la casa del escritor?”. Sí, voy a entrevistarlo, le contesté. Volvió a
inquirir pero esta vez me advirtió: “Tiene que tener una entrevista pactada,
porque si no ese viejo cascarrabias no atiende a nadie.” Mantuve la calma en mi
cara, pero por dentro me sentí perdido. Bajé del auto y sus últimas palabras fueron
una especie de advertencia: “Tenga cuidado con ese jovato, seguro le va a
arruinar todo.”
Toqué la campana y recé. Pasó un buen
rato y en el patio de la casa apareció una mujer mayor y se iba acercando al
portón de entrada. Su paz al caminar era muy parecida al silencio. Se detuvo a
unos metros y me preguntó qué era lo que necesitaba. Vine por la entrevista que
pacté para hoy- le contesté. Noté una leve sonrisa en la señora. Me miró
fijamente y me dijo que esperara, que iría a consultar si la entrevista estaba
pactada para ese día. Cuando se fue pensé en Helena.
Volvió con sus pasos lentos, que hacían
acelerar el latir de mi corazón. Le puse el capuchón a la birome, estaba por
escribir en mi cuaderno lo siguiente: “Hoy no pude hacer la entrevista a…”, y
la guardé en el anillado de mi cuaderno. No dijo palabra y abrió la puerta. Me
hizo un gesto y pasé. Me dijo que la siguiera. Siguió un camino rodeado por
pasto y por plantas. Llegó a la puerta de la casa principal pero dobló a su
izquierda y la seguí. Giró a la derecha y cuando hice lo mismo vi al final del
camino una casa pequeña hecha de troncos. Llegamos y tuve que volver a esperar.
A los pocos minutos salió y me invitó a pasar. Toda esta situación provocó en
mi una gran ansiedad y un desbordado nerviosismo.
Cuando puse un pie dentro de aquel
estudio mi corazón golpeaba a mi pecho como un buen boxeador. En ese lugar
había un silencio parecido a la lectura solitaria. Caminé detrás de la mujer
por un largo corredor, y al final lo pude ver, era él. Estaba sentado tras un
escritorio con libros, cuaderno y papeles. Con una leve sonrisa me recibió y me
dijo: “¿Cómo anda, muchachito? ¿Qué inquietud te hizo cruzar el charco?”. Yo no
podía hablar. Me quedé mudo por un largo instante. El notó esta situación y me
dijo que me sentara. La mujer se puso a mi lado y me ofreció un vaso con agua.
Bebía mientras lo miraba y pensaba -¿Será cierto?-. Cerré los ojos y respiré
profundo. Cuando los abrí le dije: “Vine para confundir lo real con lo mágico,
para hacer que mis horas puedan tener coraje, para que mi cuerpo, y sobretodo
mi mente, usen sus alas. Vine, entre tantas otras cosas, para darle la mano.”
Me miró y volvió a esbozar una leve sonrisa.
Durante
2010.